Los gimnasios japoneses (y II)

Día 3: Llevo todos los documentos que al final del día 2 me habían requerido para conseguir mi deseado carnet de socio del club, y me sientan de nuevo en la temida mesa. Allí me leen literalmente un montón de cláusulas del contrato,  como si la compra de un piso se tratase, y tengo que firmar junto a cada una de ellas. Como ya llevo 2 años en Japón, el tedio se transforma en una comprensiva sonrisa. Cuando ya pensaba que todo estaba concluido, me dicen que va a comenzar la orientation –en japonés, “orienteeshon”- y que durará unos 30 minutos. Comento que ya la he recibido pero no sirve de nada: me explican que se trata de las reglas, el uso de las instalaciones, etc. En una sensación de dejá vu inexplicable me encuentro con el mismo monitor de pesas que vuelve a hacer cuestionarios, esta vez un poco distintos, con más contenido, y me da cita para un par de días más tarde, cuando otro monitor me explicará a conciencia el mecanismo de las máquinas de pesas y la correcta anotación de mis actividades de cada día. Consigo escapar de él y me dirijo a la piscina, pero ya con bañador y en el agua, a través de unos cristales, le diviso de nuevo, examinando mis progresos natatorios.

Día 4: Recibo el training sobre las máquinas durante 30 minutos y la chica me cita para un par de días más tarde a las 5 para la continuación de esa formación específica, esta vez con mi entrenador original. En la máquina de pesas hay cuatro personas del staff porque es sábado y hay más gente –esta vez, para mi consuelo, la media de edad de los socios ha bajado de 60 a 40 años-, pero no parecen muy relajados, están como en tensión, mirando de una lado para otro. Me fijo mejor y veo que todos llevan auriculares inalámbricos y pequeños micrófonos junto a la boca, y que de vez en cuando hablan entre ellos pasándose información sobre las actividades de los socios, o cuando alguno de nosotros deja alguna sala para dirigirse a otra. No dando crédito a mis ojos, pero rendido a la evidencia de que mi nuevo gimnasio es una versión light de “A brave new world” de Aldous Huxley, recuerdo a los guardias de seguridad de grandes discotecas, que velan por nuestra integridad física,  y decido simplemente dejar de mirar hacia fuera y concentrarme en lo que estoy haciendo. ¿Será que Japan is different?

Los gimnasios japoneses

Hay gimnasios y gimnasios pero los japoneses se llevan la palma. Recientemente me hice socio de uno al lado de mi casa: perfecto, con piscina de 25 metros, muchas calles libres y pocos nadadores, una sala de máquinas y pesas grande, saunas, un yakuzzi en el tejado, tanning machine, etc, etc. La clientela del susodicho es básicamente jubilados y amas de casa, pues los hombres y las “OLs” están demasiado ocupados trabajando como para permitirse ese lujo de tiempo para el deporte.

 Día 1: voy allí con una amiga a preguntar por la piscina y nos dan un tour por las instalaciones. Me hacen cambiarme de zapatillas 3 veces y acabo un poco confuso, pero, una vez que me acostumbro a la visión de las “obaachan” (mujeres de edad), me convenzo de que es lugar perfecto para mis objetivos. Recibimos cada uno un ticket invitación para probar las instalaciones cualquier otro día.

Día 2: aparezco yo con el ticket de marras y me sientan a una mesa donde me hacen rellenar unos formularios. Al rato voy con uno de los encargados de las pesas, que me hace un test sobre mi estado físico y me pone en una máquina que lee la cantidad de grasa y músculos de cada parte del cuerpo, y que me deja muy contento porque concluye que tengo cuerpo de atleta, excepto en la zona del abdomen –la barriga, vamos. Intento explicarle que solo quiero echar un vistazo a las instalaciones y probarlas un poco pero es inútil: la indagación sobre mi pasado deportivo y mis objetivos más profundos en relación al gimnasio continúan hasta la eternidad. Tras la eternidad me animo a ir a la piscina, donde recibo un curso intensivo de dónde colocar la toalla y las cosas más tomar una ducha con jabón previa entrada en la piscina, lo que, dado el olor de algunos vagones de metro y diversas bibliotecas públicas de Osaka, me parece estupendo. Tras 40 minutos nadando solo ya me he decidido; ese es mi gimnasio, a apenas 5 minutos de mi casa en bici.

(Continuará)

San Valentín y Mr. Bean

Un día especial para retomar este pobre abandonado blog nómada y sedentario al mismo tiempo; y es especial porque el 14 de febrero se celebra San Valentín, el día de los enamorados. En Japón la costumbre es que las chicas regalen chocolates a novios, amigos, colegas, clientes, profes, etc., aunque los únicos chocolates que me han llegado hasta ahora han sido del gimnasio al que me he apuntado recientemente –que de por sí requerirá una entrada propia en este blog por motivos que ahora me guardo. Así que al tedio de un sábado sin plan, sin chocolates, sin dinero y escribiendo una entrada de blog en el Starbucks de turno –mi único amigo en este mi nuevo barrio- se une esa celebración de San Valentín acaramelado, o mejor, chocolateado; y yo, kawaisoonihitoriboochide más solo que la una. Pero no todo son lágrimas en este valle de Kyoto: junto al Kamogawa, el río que atraviesa la ciudad de norte a sur, unos rayos de luz que luchaban por acercar la primavera a las invernales temperaturas de febrero y unos chavales tocando música al aire libre, me alegraron la tarde. Aunque antes de eso, intenté emular a uno de mis cómicos televisivos favoritos: Mr. Bean.

¿Recordáis el episodio en el que está cenando sólo en un restaurante, se autoescribe una carta de felicitación, la esconde en la mesa, y haciéndose el sorprendido, la abre, la lee y sonríe?

Pues yo fui a un “kombini” –o convinience store o 24 horas nipón- de nombre AM/PM y al que yo suelo llamar en broma ATM. Allí su cajera me saludó con el consiguiente y educado“Irasahaimase” .Compré una botella de agua, una caja de chocolates y me dirigí hacia la caja registradora, donde la susodicha joven me esperaba con inescrutable cara de pieza de cerámica. Allí pagué religiosamente y en el momento de recibir los chocolates por parte de la cajera, le espeté sorprendido (en japonés, por supuesto): -¿Para mí? ¿Son para mí? ¿De verdad? ¡Muchas gracias! ¡Qué alegría! –y le sonreí, contento de mi pequeño chiste. Por la cara de extrañeza que puso la pobre chica, no sé si entendió bien la broma o pensó que yo era simplemente un tarado extranjero que pasaba por ahí, así que me sentí obligado a explicarle -“Yoodan des”- que era una broma. Y sin dejar de sonreír abandoné el establecimiento, al que no se si voy a tener valor para volver durante algún tiempo.

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