RÍOS DE SANGRE Y SOLIDARIDAD

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Algo más de un año después del atentado de la estación de Atocha en Madrid, tres bombas explotaron en el metro de Londres y una cuarta lo hizo en un autobús. Era el 7 de julio de 2005 y 56 personas murieron en el ataque terrorista. London River, una película a medio camino entre documental y ficción abre con la noticia de los atentados tal y como pudo llegar a gran parte de la población, a través de la televisión y la radio. La vida rutinaria y tranquila de Elisabeth, una mujer británica de mediana edad retirada en su casa de campo en una de las pequeñas islas del Canal de la Mancha, se ve poco a poco perturbada por la sombra de la duda: su hija Jane, de 20 años, que reside y estudia en Londres, no responde a sus llamadas ni a los repetidos mensajes que le deja en el contestador. Tras unos días, vuela a la capital en busca de respuestas. De igual modo, Ousmane, un africano francófono de edad avanzada y residente en Francia durante 15 años, donde trabaja como guarda forestal, es conminado por su esposa, todavía en África, a viajar a Londres en busca del hijo de ambos que aquél no ve desde su partida y llevarlo de vuelta con su madre.

Dos historias paralelas en una metrópoli multicultural con cierta imagen de armonía, paseos interminables por silenciosos hospitales que acabarán por unir a estas dos personas tan distintas en apariencia –él, negro y musulmán; ella, blanca y cristiana- pero tan similares en su sufrimiento. Las iniciales suspicacias se convierten en solidaridad mutua, y deciden continuar sendas búsquedas como una sola, como una inevitable continuación de la relación que mantienen sus hijos.

Estamos acostumbrados a neutros titulares de periódico que incluyen cifras de bajas como si se tratase de datos económicos; o a imágenes instantáneas de guerras lejanas, casi como de ficción. Pero cuando un filme profundiza en los sentimientos y en la ansiedad que provoca la incertidumbre de no conocer el paradero de un hijo, al tiempo que nos muestra un mecanismo de defensa tan humano como el de negar la evidencia para evitar que la supuesta desgracia se nos acerque, es imposible distanciarse como espectador y acabamos empatizando e incluso identificándonos con los personajes.

Leo un editorial de El País sobre las neuronas “espejo”, esas que se disparan cuando otro individuo realiza un comportamiento y provocan la sensación de que es el propio observador quien estuviera actuando. Son ellas las causantes de que el ritmo lento pero in crescendo de esta película te envuelva como si tú mismo fueras la aprensiva Elisabeth o el sereno Ousmane a la espera de que una llamada te devuelva la vida o te arranque para siempre una parte de ella.

Termina la proyección y mi acompañante rusa me pregunta por la relación entre el título y la trama: no se me ocurre qué contestarle.

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